Deja que la rueda ruede. Puede ser un buen dicho para cuando vamos arriba de la bicicleta. Puede ser también una frase que empondere tu vida. A veces, muy seguido, vamos en el serpentín de los quehaceres y ni cuenta nos damos de lo que estamos haciendo, viviendo.
En un instante, mientras ruedo, veo al frente, sólo unos metros adelante, parece que no hay obstáculos, no hay zanjas, no hay piedra que me quiera jugar alguna broma, es entonces que alzo la vista y volteo rápidamente a mi derecha. Veo allá muy lejos, azuladas montañas que parecen inamovibles, acerco la vista y voy recorriendo decenas de kilómetros en micras de segundo, un poblado, cerros más cercanos que van cambiando los tonos azules por un verde borroso, miro las copas de los árboles que están más cerca, veo las agujas de los pinos, y las hojas palmeadas de los robles, unas ocres, otras amarillentas y otras verdes. Si jalando mi vista hasta ver cómo los arbustos y árboles que hacen valla en mi ruta no son más que una borrosa cerca que me va protegiendo y me van susurrando secretos de esta vida; respira, suspira, sonríe, goza, disfruta que por eso estamos aquí, por eso estás aquí.
Hago caso y sonrio mientras regreso mi mirada al frente, al camino barroso que me lleva a las entrañas de mi bosque y a la vez me va regresando a la ciudad, a los quehaceres a la vida que es una misma allá y aquí. Una misma que me alimenta cuando estoy dando clases, compartiendo con mi esposa y con mi hijo unos minutos del día y cuando estoy aquí saboreando las sombras y los rayos del sol arriba de mi birula.
Y así dejo que la rueda siga rodando que todavía hay mucho que descubrir y disfrutar.
¡A rodar!